NOTICIA
José Víctor, Armando y Francisco
En días pasados, en Madrid, los queridos amigos Francisco Garzón Céspedes y José Víctor Martínez descubrieron que se estaban cumpliendo treinta años de la primera edición de EVITARLE MALOS PASOS A LA GENTE.
Esa edición, de la Colección Premio, de la Casa de las Américas, de La Habana, Cuba, llevó como ilustración de portada una ilustración de la pintora venezolana Elsa Morales.
Francisco y José Víctor, muy generosamente, escribieron unas notas sobre ese, que fue el primero de los protagonizados por el tío Ramón Enrique. Las mismas las han publicado en un cuaderno que esperamos poner a disposición de quienes ingresen a este blog, en los próximos días.
La
puerta de papá
Papá siempre quiso tener una puerta para
él solo y una tarde salió del trabajo y compró una, con su base, su marco y su
picaporte.
La
trajo en su carro como a un pasajero incómodo y, ante nuestra sorpresa, la
plantó en medio del patio.
–No
quiero que nadie la toque –dijo, mientras la instalaba.
Y
nadie la tocó. Ni siquiera él, que a partir de entonces no encontró tiempo para
disfrutarla.
En
el mes y medio siguiente, la lluvia y las gallinas que la usaban como
dormitorio cuando hacía calor hicieron que la puerta se encorvara y ya no
pudiera calzar en el marco.
Un
domingo, papá se levantó temprano a preparar uno de esos desayunos con los que
le gustaba sorprender a mamá en la cama y salió al patio a buscar huevos y
naranjas. Entonces vio la puerta y nos preguntó por qué no la habíamos
utilizado. Cuando le recordamos que él lo había prohibido, se puso como el
lápiz de labios de la tía Marcia.
Poco
antes del mediodía, la reparó, le puso un techo rojo a ambos lados, la pintó y
nos la dio a Gustavo, a mí y a nuestros primos.
Desde
el primer momento, nosotros la usamos para viajar al pasado y al futuro, para
ir del más acá al más allá, para entrar por un lugar del mundo y salir por otro
y para asomarnos a las cosas que no conocemos.
Después
le fuimos agregando juegos, hasta que también nos sirvió para ir al fondo de
los mares y al centro de la Tierra, para pasar de un planeta al otro en el
sistema solar, para entrar a cualquier órgano del cuerpo humano y para viajar
entre los sueños.
La
bolsa de la vida
Todas
las noches, cuando llega a casa, el tío Ramón Enrique nos apaga la televisión y
nos invita a sentarnos con él, en la entrada de la casa. Antes de empezar a
hablar, pone delante suyo una bolsa de cuero tan manoseada que ya parece de
museo.
También
todas las noches, los muchachos de la cuadra y algunos que vienen de otras
regiones del barrio hacemos un círculo en torno a sus palabras y revivimos sus
aventuras y las de algunos famosos amigos suyos como el jorobado Remigio, a
quien todas las Semanas Santas lo sacaban cargado en procesión, pues vivía en
un barrio tan pobre que ni siquiera tenía santos en la iglesia.
O
como el Pez Humano de Sicilia, que dormía en un tonel de agua salada y podía
nadar en alta mar detrás de un barco, durante una semana, sin abandonar las
olas. O como Enriqueta Lamáscara que hoy era mujer, mañana pájaro y la semana
que viene hormiga o jirafa. O don Jabón, un hombre de dos metros que en el día
era tieso y resbaloso y por las noches se volvía espuma. O Moisés Sietevidas,
un cantante de boleros al que varios maridos celosos le habían dado en total
diez balazos y ocho puñaladas y todavía desafinaba en un bar de mala muerte de
Barquisimeto. O al mejor de todos, a Silvino Milcíades Itriago, un viejo tan
chiquito, tan flaco y tan elástico que
jamás había pagado pasaje para viajar, porque cabía en una maleta, un maletín y
hasta en una bolsa.
Como
al día siguiente –excepto los viernes y los sábados–, tenemos clases, las
sesiones se interrumpen cuando nuestras madres nos mandan a dormir.
Entonces, el tío Ramón
Enrique recoge los paisajes y los personajes y los mete en la bolsa, que se
lleva con él hasta su cama, donde la cuelga junto a sus sueños.