viernes, 28 de septiembre de 2012

MÁS CUENTOS DEL TÍO RAMÓN ENRIQUE

NOTICIA


José Víctor, Armando y Francisco

En días pasados, en Madrid, los queridos amigos Francisco Garzón Céspedes y José Víctor Martínez descubrieron que se estaban cumpliendo treinta años de la primera edición de EVITARLE MALOS PASOS A LA GENTE.
Esa edición, de la Colección Premio, de la Casa de las Américas, de La Habana, Cuba, llevó como ilustración de portada una ilustración de la pintora venezolana Elsa Morales.
Francisco y José Víctor, muy generosamente, escribieron unas notas sobre ese, que fue el primero de los protagonizados por el tío Ramón Enrique. Las mismas las han publicado en un cuaderno que esperamos poner a disposición de quienes ingresen a este blog, en los próximos días.




La puerta de papá

         Papá siempre quiso tener una puerta para él solo y una tarde salió del trabajo y compró una, con su base, su marco y su picaporte.
         La trajo en su carro como a un pasajero incómodo y, ante nuestra sorpresa, la plantó en medio del patio.
         –No quiero que nadie la toque –dijo, mientras la instalaba.
         Y nadie la tocó. Ni siquiera él, que a partir de entonces no encontró tiempo para disfrutarla.
         En el mes y medio siguiente, la lluvia y las gallinas que la usaban como dormitorio cuando hacía calor hicieron que la puerta se encorvara y ya no pudiera calzar en el marco.
         Un domingo, papá se levantó temprano a preparar uno de esos desayunos con los que le gustaba sorprender a mamá en la cama y salió al patio a buscar huevos y naranjas. Entonces vio la puerta y nos preguntó por qué no la habíamos utilizado. Cuando le recordamos que él lo había prohibido, se puso como el lápiz de labios de la tía Marcia.
         Poco antes del mediodía, la reparó, le puso un techo rojo a ambos lados, la pintó y nos la dio a Gustavo, a mí y a nuestros primos.
         Desde el primer momento, nosotros la usamos para viajar al pasado y al futuro, para ir del más acá al más allá, para entrar por un lugar del mundo y salir por otro y para asomarnos a las cosas que no conocemos.
         Después le fuimos agregando juegos, hasta que también nos sirvió para ir al fondo de los mares y al centro de la Tierra, para pasar de un planeta al otro en el sistema solar, para entrar a cualquier órgano del cuerpo humano y para viajar entre los sueños.



La bolsa de la vida

         Todas las noches, cuando llega a casa, el tío Ramón Enrique nos apaga la televisión y nos invita a sentarnos con él, en la entrada de la casa. Antes de empezar a hablar, pone delante suyo una bolsa de cuero tan manoseada que ya parece de museo.
         También todas las noches, los muchachos de la cuadra y algunos que vienen de otras regiones del barrio hacemos un círculo en torno a sus palabras y revivimos sus aventuras y las de algunos famosos amigos suyos como el jorobado Remigio, a quien todas las Semanas Santas lo sacaban cargado en procesión, pues vivía en un barrio tan pobre que ni siquiera tenía santos en la iglesia.
         O como el Pez Humano de Sicilia, que dormía en un tonel de agua salada y podía nadar en alta mar detrás de un barco, durante una semana, sin abandonar las olas. O como Enriqueta Lamáscara que hoy era mujer, mañana pájaro y la semana que viene hormiga o jirafa. O don Jabón, un hombre de dos metros que en el día era tieso y resbaloso y por las noches se volvía espuma. O Moisés Sietevidas, un cantante de boleros al que varios maridos celosos le habían dado en total diez balazos y ocho puñaladas y todavía desafinaba en un bar de mala muerte de Barquisimeto. O al mejor de todos, a Silvino Milcíades Itriago, un viejo tan chiquito, tan  flaco y tan elástico que jamás había pagado pasaje para viajar, porque cabía en una maleta, un maletín y hasta en una bolsa.
         Como al día siguiente –excepto los viernes y los sábados–, tenemos clases, las sesiones se interrumpen cuando nuestras madres nos mandan a dormir.
         Entonces, el tío Ramón Enrique recoge los paisajes y los personajes y los mete en la bolsa, que se lleva con él hasta su cama, donde la cuelga junto a sus sueños.

viernes, 14 de septiembre de 2012

OTROS CUENTOS DEL TÍO RAMÓN ENRIQUE


Espantarle las tristezas a la gente
        
No hay cosa que el tío Ramón Enrique no arregle con un cuento: que si se están peleando dos hermanos, ahí va un cuento sobre dos hermanos a los que amarraron espalda contra espalda hasta que aprendieron a tolerarse.
Que si a la tía se le quebró un santo de yeso, ahí va el cuento del milagro del santo que después de romperse se recompuso; que si mi mamá dice que tanto jugar béisbol a pleno sol me va a embrutecer, ahí va el cuento del muchacho al que el sol derritió y después resurgió de la tierra más fuerte, más inteligente y de mejor corazón.
Una noche al terminar una fiesta –yo aún estaba despierto, borracho de música –, le oí decir:
–A mí me gusta contar cuentos, para espantarle las tristezas a la gente.
Y hasta que me dormí lo oí hablar de un médico que no podía curarse a sí mismo porque cobraba muy cara la consulta y no tenía dinero para pagarse y de un gato que cazó mi abuelo, que de exageración en exageración terminó convertido en tigre y de un tartamudo que aprendió a hablar por señas y entonces le dio mal de San Vito y de un amigo suyo de la isla de Margarita que orinaba hormigas y de una mujer que conoció en Italia, tan bella que hasta tenía una sombra de colores.




La tatarabuela Felicia

La tatarabuela Felicia fue la mujer más mujer de la familia.
Era muy inteligente y bella según los cuentos del tío Ramón Enrique y un retrato que cuelga en la sala.
Un día, en medio de una de las tantas guerras y revoluciones que hubo en el país en los últimos años del siglo XIX, unos soldados pasaron por la casa de la familia y como los hombres no quisieron incorporarse a su ejército decidieron matarlos.
Antes de hacerlo, los soldados les dijeron a las mujeres de la casa que podían irse con lo que llevaran encima, que con ellas no se meterían.

Por idea de la tatarabuela Felicia cada mujer salió cargando a su marido, a su hermano, a su padre o a su hijo y entonces los soldados y que se quitaron las gorras, se rascaron las cabezas y se fueron para siempre con las caras rojas y los corazones chiquiticos.




martes, 11 de septiembre de 2012

CUENTOS DEL TÍO RAMÓN ENRIQUE


Evitarle malos pasos a la gente

El tío Ramón Enrique siempre nos habla de los diversos oficios que sabe desempeñar.
Tío, entonces, ¿por qué remiendas zapatos? –le pregunté una vez.
–Para evitarle malos pasos a la gente –fue su respuesta.
A partir de ese momento, comprendí por qué su cara refleja más tristeza que enojo, cuando dice:

–No debe haber quedado muy buena la compostura –y señala al cliente que, corriendo y sin haber pagado, se pierde por el mal camino.


Cuando la tía Petra dejó de ser nuestra esclava

Un día en que no había clases me desperté muy temprano con la idea de hacer una tarea sobre la esclavitud y, como  fue la única persona que encontré despierta, le pregunté a la tía Petra:
–Tía, ¿cuánto trabajo tenían que hacer los esclavos?
La tía no dijo nada, pero sí me indicó que la siguiera, doblando y moviendo hacia ella su índice derecho.
Desde entonces hasta varias horas más tarde, la tía preparó el desayuno y adelantó algunas cosas del almuerzo; hizo el pan del día; barrió y coleteó la casa; regó las matas; le dio de comer a los animales; sirvió el desayuno; recogió y fregó los platos; arregló las camas de sus hijos y sobrinos; lavó la ropa que habíamos ensuciado el día anterior; preparó el almuerzo; planchó la ropa que descolgó de las cuerdas para dar cabida a la que había lavado un rato antes; pasó un plumero sobre los muebles; hizo una torta de chocolate para la merienda de esa tarde; sirvió el almuerzo; recogió y fregó los platos.
Cuando se disponía a coser la ropa del tío Ramón Enrique y estaba eligiendo los ingredientes para la cena, me eché a llorar y le dije que no quería que siguiera siendo nuestra esclava.
En ese momento llegó el tío Ramón Enrique y, cuando supo la causa de mi llanto, se puso rojo como las cayenas del patio.
Esa misma tarde nos repartimos las labores de la casa y  aunque el tío Ramón Enrique, mi hermano Gustavo, mis primos y yo rompíamos platos, cocinábamos mal y hacíamos muchos desastres involuntarios, la tía Petra nos dejaba hacer y decía:
–Nadie nace sabiendo, ni nadie aprende sin equivocarse.